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Un Breve Análisis a la Unidad Popular

Salvador Allende asume el 3 de noviembre de 1970 como el primer Presidente de la República, electo democráticamente, de ideología marxista en el mundo. Su programa de gobierno era de cambios profundos y radicales, llamando a construir una “vía chilena al socialismo”. Este sería el nacimiento de una experiencia social, política y económica completamente novedosa, pues planteaba los medios democráticos y constitucionales como herramienta revolucionaria.
Desde el día de su elección, el 4 de septiembre, la derecha bajo las instrucciones y con el financiamiento del gobierno de Richard Nixon, comenzó una campaña de inestabilidad política, que tuvo como punto cúlmine el intento de secuestro del comandante del ejército, el general constitucionalista René Schneider, quién resultó herido de gravedad y falleció a los pocos días.
El gobierno de Allende logró la nacionalización de la minería del cobre el año 1971, con la aprobación unánime del Congreso. Las empresas recibirían una indemnización a la que se restaría las utilidades excesivas que habían obtenido. Como resultado las grandes mineras no recibieron ninguna compensación.
Adicionalmente el programa de gobierno consideraba la estatización de la banca y las 91 empresas que se consideraron estratégicas y se apuntaba a profundizar la reforma agraria que tímidamente había iniciado el gobierno demócrata cristiano de Eduardo Frei. Esto se complementaba con la implementación de políticas de redistribución de ingresos para favorecer a los grupos tradicionalmente marginados del desarrollo.
El año de 1971 fue exitoso para el nuevo gobierno socialista. Los salarios aumentaron en función del costo de la vida, con un incremento aún mayor para los trabajadores de menores ingresos. Hubo desarrollo de obras públicas y construcción de viviendas sociales.
La Corfo llevó a cabo la compra masiva de acciones de los bancos como medio para tomar el control del sistema financiero y se profundizó la reforma agraria, aplicando las leyes dictadas en el anterior gobierno de Eduardo Frei.
A fines de 1971 el gobierno estaba más que satisfecho con sus logros pues el PIB había aumentado un 7,7%, el sector industrial había crecido hasta un 16%, los salarios reales aumentaron un 17%, el consumo creció un 13,2 % la agricultura aumentó un 6%, el desempleo bajó de 6 a 4%, e incluso la inflación se redujo desde un 38% en 1970 a un 22% en 1971 al mismo tiempo que distribución de ingresos mejoró sustancialmente.
Si bien es cierto las cifras eran exitosas, la disminución del precio del cobre de 66 centavos de dólar en 1969 a tan solo 49 en 1971 mermó las reservas internacionales del país. Al mismo tiempo existió una política de sabotaje en el Congreso de parte de la Democracia Cristiana y el Partido Nacional, que negaba los aumentos de impuestos, al mismo tiempo que autorizaba los mayores gastos fiscales. El gobierno compensó este déficit utilizando la emisión de dinero, pues en esa época el Banco Central dependía del gobierno. Así las presiones inflacionarias se hicieron evidentes y el cumplimiento del programa se hacía inviable sin el apoyo de parte de la oposición.
El éxito del proceso de transformación se tradujo, en que en las elecciones municipales de 1971, la Unidad Popular obtuvo casi el 50% de los votos.
Por su parte el movimiento popular se mostraba esperanzado, y por que no decirlo, enceguecido con las mejoras obtenidas. El movimiento popular buscó profundizar los cambios y acelerar el proceso de construcción del socialismo. El enfrentamiento con la patronal se manifestaba en la ocupación de tierras agrícolas, tomas de terrenos para levantar campamentos, el aumento de huelgas e incluso la toma del control de empresas. La muerte del agricultor y militante del Partido Nacional Rolando Matus, que defendía un fundo que estaba siendo tomado llevó a la derecha a acusar al gobierno de ser débil frente a los movimientos de campesinos, mientras el gobierno indicaba que solo apoyaba las expropiaciones en el marco del proceso de Reforma Agraria.
La bonanza económica, el éxito electoral del gobierno y la conformación de un sector popular incontrolable por los partidos políticos con representación parlamentaria, llevó a que la derecha decidiera ampliar el boicot desde solo el Congreso a un sabotaje del sistema económico que acentúo las dificultades de abastecimiento que se había producido por la incapacidad del sector productivo de satisfacer la creciente demanda de los grupos populares, que por primera vez en la historia accedían al consumo en forma relevante. Al mismo tiempo financia la conformación de Patria y Libertad, que nace con manifestaciones masivas de militantes armados y con la realización de los primeros atentados explosivos.
Para legitimar esta política de enfrentamiento, la derecha levantó la consigna de que el gobierno buscaba establecer una dictadura comunista y el empresariado levantaba un discurso cada vez más agresivo, pese a que los mismos empresarios reconocían que el año 1971 fue próspero para sus negocios. No podían aceptar que un gobierno de izquierda mostrara una alternativa viable a las posiciones conservadoras, por lo que su posición política los llevo a posponer sus consideraciones económicas inmediatas.
Como ya se mencionó, el acceso al consumo de los sectores populares llevó a que existiera alguna escasez de bienes de primera necesidad, pues al aparato agrícola e industrial, pese al crecimiento que tuvo, no fue capaz de seguir el ritmo del aumento de la demanda. Básicamente la producción creció por una capacidad productiva ociosa del 20%, lo que limitó la inflación durante un tiempo. Es así que unas diez mil mujeres del barrio alto se manifestaron tocando sus cacerolas vacías en las calles a fines de 1971. Al mismo tiempo la Democracia Cristiana fue capaz de levantar una huelga de los trabajadores de Chuquicamata, que se encontraban entre los mejor pagados del país.
La lucha de clases se transformó en una verdadera guerra y la derecha con los grupos empresariales acentuaron durante el año 1972 su boicot, mediante la acción parlamentaria y el ocultamiento y hasta la disminución de la producción, desviando los productos al mercado negro, donde no operaba el control de precios establecido por el gobierno. En nada colaboró a mejorar la posición del gobierno la larga visita de Fidel Castro, a fines de 1971 y que se prolongó por 24 días.
La situación económica se tornó oscura durante 1972 y la inflación dio un salto que a fines de año alcanzó 174%.
En el contexto internacional, la situación no era favorable, pues Brasil, Argentina y Bolivia tenían dictaduras militares de derecha mientras que los gobiernos de Colombia y Venezuela eran conservadores. Estados Unidos se sumó al sabotaje a modo de represalia por la nacionalización de las empresas mineras. Para ello cortó las líneas de crédito, embargó las cuentas del Estado chileno en Norteamérica y buscó frenar el flujo de inversiones al país desde las instituciones financieras internacionales.
En marzo de 1972 se filtraron los documentos secretos de la International Telephone & Telegraphe (ITT) donde se coordinaban acciones con la derecha para promover un golpe de estado, publicando el gobierno de la Unidad Popular un texto de 170 páginas donde se los daba a conocer. La respuesta del gobierno fue la nacionalización de la filial en Chile de la ITT.
La situación era políticamente crítica y llevó que la Unidad Popular se dividiera en la estrategia a seguir. Por un lado el Partido Comunista y otros sectores más centristas de la UP, buscaban un acuerdo de gobernabilidad con la Democracia Cristiana, bajo la consigna de “consolidar para avanzar”, lo que significaba en la práctica congelar los cambios socio económicos y limitarlos a la legalidad permitida por el Congreso. Esto implicaba incluso eliminar los embriones de poder popular que habían surgido y limitarlos a una burocracia servil al gobierno y sus acuerdos.
Los sectores más radicales de la UP (donde se encontraba el Partido Socialista) y el MIR, contraponían su consigna de avanzar para consolidar, incentivando la movilización popular y una estrategia ofensiva de toma de los medios de producción, que neutralizara el boicot de la derecha y la patronal. En Julio de 1972, convocaron a una “Asamblea del pueblo” en Concepción, que reunió a 139 organizaciones de masas de la zona de Concepción y a 5 organizaciones políticas, que se declaró fuera de la legalidad y contraria a las políticas de la dirección de la Unidad Popular. Su planteamiento era establecer “en la base” la organización del movimiento obrero y popular. Por su parte Salvador Allende y el gobierno en su conjunto condenaron este planteamiento.
Allende era partidario de la estrategia moderada de “consolidar para avanzar” que resultó mayoritaria en las cúpulas de la Unidad Popular. Con el objeto de dar gestos a la Democracia Cristiana, se destotuyó al ministro de Economía Pedro Vuskovic, que pertenecía al sector más radical y se lo reemplazó por el comunista Orlando Millas, con la instrucción de reducir los gastos del Estado y frenar el mercado negro mediante un alza de los precios de los productos de primera necesidad.
Esta actitud dubitativa de la Unidad Popular incentivó a que la oposición tuviera una accionar cada vez más agresivo. En agosto de 1972 el comercio realizó una huelga que fue dirigida por grandes empresarios, pero a la que se sumaron importantes sectores de clase media, permeados por la discusión ideológica y los problemas económicos que se acrecentaban.
León Vilarín, dirigente de los camioneros, logró que en octubre, 45.000 de sus afiliados paralizaran las carreteras y el abastecimiento del país, lo que provocó que el aprovisionamiento del mercado nacional, ya deteriorado según se ha expuesto, se viera con mayores dificultades aún. Cada camión paralizado recibía cinco mil escudos diarios (160 dólares del momento), los que eran financiados por el gobierno norteamericano y también por empresas privadas de ese país a través de la CIA:
Los colegios profesionales también se declararon en huelga, lo que llevó a Salvador Allende de calificarlos de “colegios de clase para defender […] las ventajas que una sociedad capitalista da a unos pocos”. En la época la colegiatura era obligatoria para el ejercicio de una profesión y sus miembros estaban obligados a sumarse a la huelga declarada.
En resumen la gran y pequeña patronal sumaron a los colegios profesionales en el “Comando Nacional de Defensa Gremial” que publicó un documento con sus demandas que llamaron el “Pliego de Chile”, publicado originalmente en El Mercurio.
La sociedad se encontraba fuertemente dividida. Por un lado la derecha y la Democracia Cristiana lograron sumar a la pequeña burguesía de pequeños propietarios en contra de la Unidad Popular. Por otro los sectores obreros y populares que aún continuaban con ánimo después de los éxitos económicos del primer año del gobierno socialista, estaban cada vez más comprometidos y convencidos de la necesidad de movilizarse para profundizar los cambios logrados.
Los sectores medios y empleados públicos aún estaban expectantes del desempeño del gobierno, mientras que los militares aún no tomaban una posición y los sectores golpistas en su interior no podían conspirar abiertamente en contra del gobierno.
El gobierno fue incapaz de frenar la huelga patronal, por lo que los sectores revolucionarios se movilizaron con todas las fuerzas posibles. Las Juntas de Abastecimientos y Control de Precios (JAP) aumentaron exponencialmente. Fueron pensadas por el anterior ministro Pedro Vuskovic, pero su auge se dio frente al abierto sabotaje de la derecha. Estaban estructuradas a partir de los barrios y su tarea fue asegurar el abastecimiento de las poblaciones, neutralizando a los especuladores y llegaron a desarrollar una red de distribución.
Durante el gobierno de la Unidad Popular este buscó potenciar a las JAP como apéndices del Estado y limitar así su independencia del gobierno, sin embargo durante la crisis de 1972 tuvo que tolerarlas como órganos de poder popular y llegaron a controlar el 30% de la distribución.
En la revolución de febrero de 1917, en Rusia, se dio una situación análoga, que llevo a Lenin a escribir el artículo El Poder Dual, donde describe como los soviets y el gobierno provisional compiten en legitimidad por el control de la sociedad y propone que los soviets crezcan en influencia y aplasten al gobierno.
Algo similar ocurrió en Chile, donde los sectores populares y el gobierno luchaban por el control de las JAP, pero al mismo tiempo aparecieron en forma totalmente independiente a la Unidad Popular, en las ciudades más importantes, los “cordones industriales”, que era agrupaciones de trabajadores de un mismo territorio de múltiples tendencias políticas y sindicales que buscaban defender y ampliar las conquistas del gobierno de la UP a través de la organización colectiva y directa. A nivel comunal se estructuraron sobre los mismos principios los “comandos comunales”.
Se replicaba la existencia de dos poderes revolucionarios. Uno institucional que buscaba negociar con la Democracia Cristiana y otro popular que tenía una visión más radical y que optaba por el control obrero de la producción y de los barrios.
Este era un fenómeno totalmente nuevo para Chile. El gobierno y los partidos políticos de izquierda, de alguna manera le abrieron las puertas a estos embriones de poder revolucionario, al no poner coto a sus acciones, pero luego que no pudieron controlarlos y ver como no se sumaban a la estrategia de negociación y moderación en las políticas socio económicas, buscó por diversos medios limitarlos en su expresión.
Así, la dirección de la Unidad Popular se negó a potenciar el proceso de construcción de los grupos populares y su opción fue incorporar a militares en el gobierno para garantizar a los grupos conservadores que se limitaría la acción del gobierno a la legalidad impuesta por el Congreso.
Para poder combatir el paro patronal, utilizó como arbitro a las Fuerzas Armadas, terminando este cuando el gobierno nombró un gabinete en alianza entre la CUT y los militares. Como ministro del interior asumió el comandante en jefe del ejército Carlos Prats, en Obras Públicas el contralmirante Ismael Huerta y en minería el general Claudio Sepúlveda.
Era una manera de agradecerles por el papel jugado durante los acontecimientos y por su fidelidad al gobierno constitucional. Pero era una manera también de sacarlas de su neutralidad tradicional, de empujarlas en la arena política, con todos los peligros que eso implicaba, dando pie a que los sectores golpistas se sintieran con el derecho a movilizarse en contra del gobierno.
El movimiento obrero y popular salió fortalecido de la huelga patronal, pues su activa participación fue fundamental para derrotarla. Los trabajadores y pobladores organizados tomaron conciencia de su rol decisivo en el proceso, por lo que la propuesta al Congreso, del ministro de Hacienda Orlando Millas, a comienzos de 1973, de restringir las nacionalizaciones a 42 empresas, excluyendo a todas aquellas que estaban ocupadas por los trabajadores, causó indignación en el movimiento popular y un quiebre con el gobierno. Hubo una ola de ocupaciones y manifestaciones que nacieron de los cordones industriales, que llevó al gobierno abandonara su proyecto. Era primera vez que la clase obrera hacía fracasar las negociaciones entre el gobierno y la Democracia Cristiana.
La derecha y la Democracia Cristiana apostaron que el caos generado por el sabotaje empresarial y Patria Libertad, los llevarían a obtener los dos tercios del Congreso en las elecciones parlamentarias de marzo de 1973, con lo que podrían lograr la destitución de Salvador Allende. Los resultados de la elección estuvieron lejos de los objetivos de la derecha, pues la Unidad Popular aumentó su votación del 36% de 1970 a un 44%. Los sectores conservadores levantaron en ese momento, y sin ningún fundamento o prueba, la tesis de un fraude electoral, fortaleciendo su planteamiento de que el gobierno buscaba instaurar una dictadura comunista y así poder pavimentar el camino a un golpe de estado.
Aunque no consiguió la mayoría, el gobierno restringió el espacio de maniobra de la oposición, a la que no le quedó otro camino que la sedición abierta y el llamado a la insubordinación militar.
A fines de 1972, el gobierno en un acto de claudicación frente a la oposición, promulgó la ley de control de armas, que dejaba bajo control de las Fuerzas Armadas la tenencia de armamento por parte de los civiles y prohibía a estos totalmente el acceso a armas automáticas y de potencial uso bélico. Así se buscaba mostrar la buena fe de parte de los partidos de la Unidad Popular y garantizar que no habría guerra civil.
Luego de las elecciones de 1973, los militares en uso de sus recientes facultades, iniciaron una ola de allanamientos a poblaciones y fábricas con el objeto de requisar las armas que pudieran tener los militantes revolucionarios. Junto a esto se intensificaron los atentados derechistas y la dilación del accionar del Congreso, que incluso declaró ilegal al gobierno el 22 de agosto de 1973. Hubo múltiples huelgas de carácter político, incluida una de 70 días de los mineros de El Teniente, con lo que la derecha buscaba dividir al movimiento obrero.
El punto más álgido fue el tanquetazo del 29 de junio de 1973, cuando un grupo de 400 militares dirigidos por el Coronel Souper intenta derrocar al gobierno, atacando La Moneda con tanques y blindados. El levantamiento fue derrotado por la intervención del comandante en jefe del Ejército Carlos Prats y algunos militares constitucionalistas. Ese mismo día Allende da un discurso, donde parte agradeciendo al Ejército, Armada y Fuerza Aérea. Cuando se escucha masivo grito: “¡A cerrar, a cerrar, el Congreso Nacional”, desde donde la derecha justificó el intento de golpe, Allende responde que el Congreso permanecería en funciones.
Esta confianza absoluta en los uniformados y la institucionalidad burguesa, generó el desconcierto en las filas de la UP, más que nunca dividida en dos corrientes antagónicas. De un lado, la izquierda del PS, un ala del MAPU y el MIR, ante arremetida de la derecha, presionaban por el cierre del Parlamento y por armar al pueblo. De otro lado, el PC y las corrientes más moderadas agrupadas en torno a Allende apostaban a la lealtad de las Fuerza Armadas y a la defensa del orden constitucional.
Los militares golpistas se sintieron alentados por la votación del Congreso del 22 de agosto, donde se declaraba ilegal el gobierno y conociendo que Allende anunciaría el 11 de Septiembre un plebiscito, para que se decidiera en una elección la continuidad del gobierno, fijaron el día 11 como límite para dar el golpe de Estado, pues la celebración de los tres años de la elección de 1970 reunió a un millón de personas frente a La Moneda, situación que hizo dudar a los golpistas de un triunfo en el potencial plebiscito.
Hasta el final, Allende se abstuvo de elegir o comprometerse en un enfrentamiento extra-parlamentario con la derecha y las Fuerzas Armadas. Invariablemente prefirió la política de la negociación y de los sutiles acuerdos parlamentarios, un juego en el que era maestro y que le había servido hasta el momento. Pero al mismo tiempo no estaba dispuesto a deshonrarse cediendo al chantaje de los militares. Para mantener su honor podría haber arriesgado la guerra civil, sin embargo, como dice Régis Debray, “Allende rehusó esta opción, pues creía aún —o hacía que creía-que ambos deseos fundamentales no eran contradictorios”. Así pagó con su vida esta decisión y Chile con un drama del que hasta ahora no se puede reponer.
Con un pueblo desarmado y con dos programas revolucionarios en abierta contradicción, el final de la Unidad Popular no pudo ser otro que el golpe “fue para los militares un paseo”, como lo señala Juan García Oliver en sus memorias.
La Unidad Popular no murió solamente por su incapacidad de establecer e incluso mantener un Estado. Ella sucumbió ante todo por su incapacidad de comprender el rol y la función exacta del Estado, así como por su rechazo de ponerlo en cuestión y lanzarse en la audaz aventura de construir otro orden social sobre bases diferentes.
El Estado de compromiso que levantaba como proyecto el gobierno de la UP, no tenía otra función que tratar de integrar relativamente una parte de las capas populares a la gestión del Estado. No podía, entonces, perdurar sino a condición de que su papel redistribuidor se mantuviera en un estrecho límite. A partir del momento en que se intentaba establecer una verdadera democracia participativa y popular, el marco que la ceñía desnudaba su estrechez y su insuficiencia, convirtiéndose en un estorbo. Era necesario superarlo, a lo cual se negó sistemáticamente la dirección de la Unidad Popular.
Pero ello presenta evidentemente un problema. Si se admite que tal decisión era inevitable (de poner en cuestión el régimen económico, político y social) es necesario probar o intentar demostrar que era realizable. A este nivel no faltan los argumentos. La Unidad Popular se había hecho de múltiples adversarios quienes, bien coordinados, intentaron rápidamente hacerla fracasar: las clases dominantes locales, los Estados Unidos, las Fuerzas Armadas, etc. En suma demasiados actores sociales se le oponían como para que su caída fuera inevitable.
Pero, falta una objeción: si bien es cierto que cuestionar el régimen capitalista puede provocar conflictos con muchos grupos de intereses, la manera como se lleve a cabo, así como las alianzas que se establezcan en un momento o en otro pueden jugar un papel capital para el éxito o el fracaso de una empresa de tal envergadura. Como prueba, las luchas revolucionarias exitosas (al margen de su suerte posterior) en Méjico, Bolivia, Cuba o Nicaragua, para hablar sólo de América Latina. En este sentido, las tensiones como las vacilaciones que atravesaron la Unidad Popular no fueron dificultades menores.
A la hora del balance, encontramos en líneas generales dos tesis antagónicas que dan cuenta de su trágico fin. Una que tiende a achacar el fracaso de esta experiencia a las veleidades demasiado radicales del movimiento popular y de su ala más a la izquierda (en particular al MIR), veleidades que habrían empujado a las clases medias hacia el campo de la derecha y a la intervención militar. La otra, totalmente opuesta, afirma que fue el rechazo a pasar a la ofensiva a partir del reforzamiento de la unidad política del movimiento obrero y popular, lo que debilitó la situación de la Unidad Popular.
El análisis que hemos intentado hasta ahora muestra que nos inclinamos en buena medida por la segunda hipótesis. A partir del momento que se pretende el socialismo, en el más noble sentido del término, esto es la repartición y gestión real de la riqueza social por y para aquellos que la producen, se sabe que no es posible hacerlo sin que, en un momento u otro, haya que asumir el enfrentamiento con los grupos dominantes, Lo que hay que hacer, entonces, es esforzarse por construir una relación de fuerzas social y política que permita el triunfo en dicho enfrentamiento.
En este sentido, la existencia de amplias capas medias en Chi le plantea un problema real. Si no se les gana en su totalidad, se trata de al menos paralizarlas y apartar de la derecha a aquellos sectores susceptibles de caer bajo su influencia. Es cierto que la expresión “clases medias” es a menudo tan vaga que impide distinguir sus diferentes componentes, los que están lejos de constituir un bloque social monolítico. Durante la Unidad Popular se podían establecer tres grandes franjas: pequeños propietarios (15%), profesionales liberales (15%) y empleados (20%).
Si en 1972-3 los pequeños propietarios (ese 15% de la población activa) habían tomado definitivamente su opción, no se podía decir lo mismo de los otros dos sectores. A ellos se les podría haber ganado como aliados a condición de proponerles un proyecto viable. dándoles un rol efectivo y un porvenir. Y esto, a condición de enfrentar eficazmente ese miedo al caos y al desorden alrededor del cual a menudo se homogeneizan políticamente las clases medias.
Pero esto habría implicado que los opositores de izquierda a la estrategia dominante en la Unidad Popular hubiesen tenido una visión más clara sobre las alternativas a proponer y que se hubieran agrupado en tomo a un solo proyecto (¿y orgánica?) revolucionario. Ello habría implicado romper más claramente con las viejas prácticas político-sindicales nacidas al amparo de los compromisos trazados en tiempos de los frentes populares; romper con las relaciones verticales y clientelistas que los dirigentes de la UP mantenían con sus bases. Romper de manera de dar todo el espacio necesario a los nuevos organismos autogestionados que se levantaban desde los centros industriales, en los barrios, poblaciones y campos.
Esa era una de las claves del proceso, cuya importancia no comprendió lo bastante rápido siquiera la propia oposición de izquierda, en el seno o en el exterior de la UP. Entonces se habría podido realmente forjarse la ansiada alianza de todos los oprimidos…

Nota de Actualidad
La famosa frase de Marx de que “La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”, hoy cobra nueva vigencia con el gobierno de Gabriel Boric, pues su postura desde La Moneda ha sido validar a los sectores conservadores una y otra vez. Primero llamando al gobierno a la ex Concertación. En segundo lugar avalando y legitimando a Carabineros como garante de la institucionalidad.
Claramente Boric solo puede aspirar a ser una parodia de Allende, pues su proyecto político carece de todo intento transformador, limitándose a un capitalismo con rostro humano. Sin embargo comete los mismos errores, al dar un lugar desequilibrante a los que tanto criticó hace poco tiempo atrás y que gustosos lo enviarían al cementerio si pudieran.
Comparar a los partidos de gobierno con los de la Unidad Popular también es un ejercicio poco productivo. Los partidos de la ex Concertación no son espacios de discusión ideológica ni social, pues se han transformado en meras agencias de empleos, secuestrados completamente por la corrupción.
El Partido Comunista sigue con su postura pro institucional de los años 60 y 70, sin tener una propuesta revolucionaria. Antes careció de ella por mandato de la Unión Soviética que reconocía a Chile como parte de la zona de influencia de Estados Unidos. Ahora porque arrastra una herencia programática que fracasó con la caída del Muro de Berlín y Europa del este, sin la capacidad de reinventarse más allá de levantar consignas en pro de un régimen social demócrata.
Y los partidos del Frente Amplio. ¿Cuántos de los lectores podrían nombrar el partido del presidente Boric y sus ministros? ¿Existen realmente, considerando que para las elecciones internas no suman ni el millar de votos en la mayoría de los casos?

Colofón

El gobierno de Boric no terminará por un golpe de estado. La derecha no lo requiere para mantener el poder que ostenta actualmente.

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